Por Leonel Herrera*
Muchachos y muchachas:
En El Salvador hubo una dictadura militar que duró cincuenta años. Ésta inició con una masacre indígena-campesina en enero de 1932, que es considerada un genocidio, donde fueron asesinadas unas 30 mil personas, en varios municipios de la zona occidental.
El dictador Maximiliano Hernández Martínez, responsable material de la matanza, fue derrocado doce años después, en abril de 1944, pero la dictadura se prolongó durante las décadas 50, 60 y 70. En todo ese tiempo no hubo libertad de expresión y organización, se violentaron sistemáticamente los derechos humanos y reinó la represión contra cualquiera que cuestionaba al oprobioso régimen militar.
Por si sirve el dato o si algo parecido estuviera gestándose nuevamente ahora: la dictadura estuvo precedida por una “dinastía”, o sea, varios gobiernos consecutivos de una misma familia. En aquella época fue la familia “Meléndez-Quiñones”, que gobernó durante catorce años, de 1914 a 1928.
La dictadura militar desembocó en una cruenta guerra civil que comenzó formalmente en los años 80, pero de manera irregular venía desde la década anterior. Las causas de la guerra fueron la represión y las desigualdades, y la población que tomó las armas lo hizo por ideales de democracia, paz y justicia social; por tanto, es falso que “la guerra fue una farsa”, además, porque fueron asesinadas más de 75 mil personas.
Durante la guerra hubo masacres, asesinatos, desapariciones forzadas y torturas que permanecen impunes hasta hoy. Según el informe de la Comisión de la Verdad de la ONU, la mayoría de estas graves violaciones a derechos humanos fueron cometidas por las fuerzas armadas estatales y grupos paramilitares de la derecha. La izquierda también cometió algunos crímenes.
Para algunos historiadores, la guerra total se desató tras el magnicidio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, cometido por los escuadrones de la muerte de la extrema derecha, el 24 de marzo de 1980; y empezó su fin con la masacre de los padres jesuitas y sus colaboradoras, en el campus de la UCA, el 16 de noviembre de 1989, perpetrada por el ejército gubernamental, en medio de una fuerte ofensiva guerrillera.
En 1990 se intensificaron los diálogos para una salida negociada del conflicto armado, llegando finalmente a la firma de los Acuerdos de Paz el 16 de enero de 1992, en el Castillo de Chapultepec, de la Ciudad de México.
Los Acuerdos de Paz desmontaron el militarismo de cinco décadas, terminaron con la guerra civil de 12 años y abrieron paso a la democratización del país: se eliminaron los cuerpos represivos de seguridad estatal, se depuró la Fuerza Armada y se creó la Policía Nacional Civil (PNC). También, el Tribunal Supremo Electoral (TSE), la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) y otras instituciones.
Así que los Acuerdo de Paz no son unos “simples papeles” que firmaron “los mismos de siempre”. Sin ellos, por ejemplo, Nayib Bukele no sería presidente de la República.
Ciertamente parte de los Acuerdos de Paz no se cumplió y el proceso de democratización fue insuficiente, pero está mal descalificarlos con un discurso que niega o minimiza su valor histórico; y todavía peor es desmantelar la incipiente institucionalidad y retroceder a situaciones similares a las que hubo antes de los Acuerdos e incluso antes de la guerra civil, algo que está sucediendo actualmente.
Por eso la actitud frente a los Acuerdos de Paz, ahora que se cumplen 30 años de su firma, debe ser: reconocer su importancia histórica, exigir que no se retroceda y que se cumpla lo que todavía falta y proponer “nuevos acuerdos” para un país más democrático, justo, pacífico, equitativo y sustentable.
Tres décadas después de los Acuerdos, el camino sigue siendo la paz y la democracia, no la remilitarización, la concentración de poder, la confrontación y el autoritarismo que pretenden imponerse nuevamente.
*Periodista.