El gobierno, especialmente el Presidente Nayib Bukele, ha difundido con bombo y platillo la noticia de la significativa reducción de asesinatos en el país. Según las publicitadas cifras oficiales, en agosto se registraron sólo 131 homicidios, un promedio de 4.2 diarios.
La narrativa gubernamental destaca que “hemos tenido el mes con menos homicidios desde la firma de los Acuerdos de Paz”, en enero de 1992. Así lo destacó el Presidente Bukele en su tuiter.
Si los datos oficiales son ciertos (y no hay ninguna operación de ocultamiento o maquillaje de cifras), hay que celebrarlo como un gran logro. Toda pérdida de vidas es lamentable, por eso loable que menos personas mueran por esta violencia que baña de sangre todos los días algún terruño de este paisito desigual, injusto y excluyente, donde la base de los problemas está en que una pequeña pero poderosa élite de 160 millonarios acapara más de 21,000 millones de dólares, el 87% de la riqueza nacional, mientras el restante 13% se distribuye -también de manera desigual- entre 6 millones de salvadoreños/as.
La reducción de los asesinatos, en todo caso, se debe a la presión de la acción represiva de la política de seguridad, al masivo despliegue y presencia territorial de la Policía y el Ejército, a una fuerte campaña disuasiva que amenaza a los pandilleros con cárcel o cementerio y a los constantes traslados en las cárceles que ha afectado la comunicación y coordinación pandilleril.
Esta baja de homicidios no es, pues, resultado de aplicar una estrategia integral de seguridad pública que aborde las causas estructurales de la violencia. Por tanto, no es sostenible en el tiempo: los recursos se terminan, los policías y soldados se cansan y las campañas de psicología social pierden efectividad después de un tiempo o -peor aún- producen el efecto contrario al buscado, lo sabe perfectamente el Presidente Bukele porque es publicista.
Por eso necesario insistir en que la represión, además de perjudicial (porque deriva en violaciones al debido proceso, la presunción de inocencia y los derechos humanos), es insuficiente. Se necesitan también planes de rehabilitación, atención a las víctimas de la violencia y, sobre todo, prevención de la violencia mediante la generación de oportunidades laborales, educativas, culturales y deportivas para los jóvenes acechados por las pandillas.
Así que, enhorabuena, la reducción de asesinatos. Hay que celebrarlo, pero debe reiterarse que esto es insuficiente e insostenible mientras no se resuelvan los problemas estructurales de impunidad e injusticia social.
El Presidente Bukele debería encabezar un gran esfuerzo nacional de reducción de las desigualdades y una distribución más equitativa de los ingresos generando empleos dignos, incrementado el salario mínimo y elevando al máximo posible la inversión social en políticas públicas que atiendan las necesidades y derechos de la población vulnerable, especialmente los jóvenes pobres. Y para esto es necesario que el Estado aumente sus ingresos combatiendo la evasión y elusión fiscal e implementado una reforma fiscal progresiva donde “paguen más los que tienen más”.
Ojalá que así fuera.