El Presidente de Bolivia, Evo Morales, fue obligado a dejar su cargo ayer, cuando el alto mando de las Fuerzas Armadas le “sugirió” que presentara su renuncia.
El llamado de la jefatura castrense tenía como colofón de fondo el amotinamiento de la Policía y la radicalización de las protestas opositoras que elevaron su violencia a niveles extremos: incendios de oficinas públicas, casas de funcionarios, sedes del Movimiento al Socialismo (MAS) y locales de organizaciones afines al gobierno. Además, los ataques a personas con vestimenta y rasgos indígenas, lo cual evidencia la visión racista y colonialista de los grupos de ultraderecha liderados por el principal candidato opositor Carlos Mesa y Luis Camacho, dirigente de las grupos empresariales separatistas de la Provincia de Santa Cruz de la Sierra.
Además del Presidente Morales, también “renunciaron” el vice presidente Álvaro García Linera, ministros/as y otros altos funcionarios/as estatales, incluida Adriana Salvatierra y Víctor Borda, líderes del Senado y la Cámara de Diputados, respectivamente. Las élites oligárquicas bolivianas tienen ahora el control y las fuerzas progresistas que gobernaron durante los últimos catorce años están en desbandada.
Así, la oligarquía boliviana -con sus militares, policías, medios de comunicación (y la omnipresente injerencia estadounidense)- derriban a un gobierno que dignificó a los pueblos indígenas, recuperó los recursos naturales y la soberanía del país, mantuvo un crecimiento económico elogiado hasta por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y desarrolló múltiples políticas de inclusión social. En el plano internacional, el gobernante boliviano promovió el reconocimiento de los derechos de la Madre Tierra.
Derrotada electoralmente en Argentina, arrinconada por las protestas en Chile y furiosa por la liberación del ex Presidente Lula en Brasil, la derecha continental vio en el políticamente debilitado gobierno boliviano la posibilidad de dar un zarpazo para oxigenar su momentáneo repliegue neoliberal.
Ojalá que el golpe de Estado en Bolivia, además de provocar la generalizada condena de todos los sectores democráticos y las más fraternas expresiones de solidaridad con Evo Morales y el MÁS, también genere una profunda autocrítica y un replanteo en las izquierdas del Continente.
Decimos esto porque la situación de debilidad que facilitó el golpe en Bolivia se debió a incoherencias y errores cometidos por el propio Presidente Morales, los cuales dieron a la derecha argumentos sobre actitudes antidemocráticas, presuntas aspiraciones dictatoriales y -ya a la hora de las elecciones- el supuesto fraude que convenció a las capas medias a sumarse a las protestas golpistas de los grupos pro-oligárquicos.
Las fuerzas progresistas latinoamericanas deben valorar la necesidad de evitar los caudillismos, procurar relevos generacionales y ser consecuentes con los principios democráticos. Ojalá que así sea.
En este espacio editorial reiteramos nuestra enérgica condena al golpe de Estado en Bolivia, rechazamos la violencia, esperamos que la actual crisis política se resuelva por los causes institucionales y que -más temprano que tarde- el proceso de cambio logre restablecerse con nuevos bríos en el hermano país sudamericano.