Las lluvias que afectan al país desde el fin de semana -y que han provocado una veintena de muertes y cuantiosos daños materiales en viviendas, infraestructura vial y agricultura- nos recuerda que El Salvador es un país altamente vulnerable y escandalosamente desigual, por lo que cualquier fenómeno natural se convierte en desastre socio-ambiental de graves consecuencias.
Debido al grave deterioro ecológico y al uso desordenado del suelo, prácticamente todo el territorio salvadoreño es zona de riesgo de deslaves, derrumbes, inundaciones, etc. Las ansias de lucro y la expansión de grandes grupos empresariales han prevalecido sobre la necesidad de evitar riesgos y prevenir desastres.
Un claro ejemplo de esto es la construcción de urbanizaciones, hoteles y centros comerciales en la Finca El Espino, que ahora provoca inundaciones en el sur de San Salvador. Además de haber destruido la zona boscosa y de recarga hídrica considerada “el último pulmón” de la ciudad capital.
A esta vulnerabilidad ambiental, se suman las precarias condiciones de vida de la mayoría de la población que, además de vivir en o cerca de lugares de riesgo, no cuenta con viviendas dignas ni con los ingresos necesarios para poder vivir como seres humanos: las personas más afectadas por lluvias o terremotos son siempre las comunidades pobres que habitan en las orillas de ríos, quebradas, barrancos o carreteras.
Esta vulnerabilidad socio-económica, resultante de la espantosa desigualdad, pocas veces es cuestionada y señalada como causa de los desastres. Casi nadie se acuerda que -según Oxfam- en el país un grupito de 160 grandes ricos acaparan más de 21,000 millones de dólares, equivalentes al 87% del Producto Interno Bruto (PIB); y que las grandes empresas evaden unos 1,800 millones de dólares anuales de impuestos.
Pero, además de recordarnos la grave vulnerabilidad ambiental y social, las lluvias de estos días nos revelan una tercera cuestión aún más preocupante: la incompetencia gubernamental para prevenir los riesgos y enfrentar situaciones de emergencia.
Las tormentas “Amanda”, “Cristóbal” y compañía han desnudado la desorganización e improvisación estatal provocada por el desmantelamiento del Sistema de Protección Civil, la ineptitud de los funcionarios del ramo y la megalomanía, el infantilismo político y el vulgar estilo electorero del Presidente Nayib Bukele.
Esto, en medio de la pandemia del COVID-19 que ya causó la muerte de 49 personas, según los registros públicos oficiales, al momento de escribir este editorial; y también en medio de un enfrentamiento político entre Ejecutivo y Asamblea Legislativa, que podría derivar en una crisis institucional igual o peor a la del pasado 9 de febrero y en la que el Presidente Bukele tiene la mayor responsabilidad.