El pregón proselitista del candidato presidencial de ARENA, Carlos Calleja, es -entre otras cosas- una ensarta de promesas demagógicas: terminar la violencia y la inseguridad, crear cientos de miles de empleos y otras cosas que el partido oligárquico no pudo o no quiso dar durante las dos décadas que gobernó el país.
Pero la falacia que más llama la atención es la de “cero tolerancia a la corrupción”. Si hubiera un premio a la propuesta más hipócrita, cínica y mentirosa, el presidenciable de derecha lo ganaría con su promesa de “combatir la corrupción”.
Porque, ¿cómo puede ser creíble esa propuesta de Calleja, si los cuatro gobiernos de ARENA se caracterizaron -precisamente- por ser desvergonzadamente corruptos?
Lo confirma la larga lista de robos, malversaciones y fraudes: privatización fraudulenta de la banca (Alfredo Cristiani), robos en el ISSS y del abono japonés (Armando Calderón Sol), robo de donaciones de Taiwán y fraude CEL-Enel (Francisco Flores) y corrupción con 300 millones de la partida secreta (Antonio Saca). Para mencionar sólo algunos de los casos más ilustrativos del modus operandi arenero en el manejo de los fondos públicos.
¿Puede ser creíble la voluntad del candidato conservador, si no ha tenido la decencia de pedir a su partido que entregue a sus corruptos a la Justicia, devuelva el dinero robado o malversado y pida perdón al pueblo?
Desde luego, Carlos Calleja “no tiene cara” para hablar de transparencia y anticorrupción; es -como dice el dicho popular- “burro hablando de orejas”. Lo es también en otros temas, pero lo es más cuando promete combatir a corrupción.
La evidencia histórica advierte al país que un eventual retorno de ARENA al Ejecutivo significaría la reinstauración del gobierno corporativo, patrimonialista y corrupto que imperó entre los años 1989 y 2009.
Otro gobierno arenero también sería represivo y ultra neoliberal: su lógica de política económica sería profundizar la privatización de las pensiones, eliminar programas sociales para “reducir el gasto”, incrementar el IVA a la población consumidora, ampliar las exenciones tributarias a grandes empresas, privatizar lo poco que queda de patrimonio nacional (puerto, aeropuerto, hidroeléctricas) y -desde luego- privatizar también el agua y la salud.
Pero todavía estamos a tiempo de evitar esa barbarie.